La primera
noticia que se tiene acerca de la existencia de la escritura
jeroglífica de la Isla de Pascua data de fines del año 1864,
y corresponde a un fragmento del pormenorizado relato de su
labor en la isla que el Hermano Eugene Eyraud elevó al
Superior General de la Congregación de los Sagrados
Corazones a poco que hubo regresado a Valparaíso (Chile).
Informó entonces el
misionero: “En todas las chozas se encuentran tablillas
de madera o bastones cubiertos de jeroglíficos. Son figuras
de animales desconocidos en la isla, que los indígenas
dibujan con piedras cortantes. Cada figura tiene su nombre,
mas el poco caso que hacen de estas tablillas me inclina a
pensar que estos caracteres, restos de una escritura
primitiva, son ahora para ellos algo que conservan sin
tratar de inquirir el sentido.”
No obstante la citada
referencia, ni las autoridades de la congregación religiosa
ni el mismo Eyraud midieron la importancia de tal
descubrimiento, de modo que la revelación de esta escritura
al mundo científico debió esperar hasta cuatro años después,
cuando la buena fortuna puso en las manos adecuadas un
singular presente…
Corría el año 1866 y la
Misión, si bien había logrado fortalecerse y subsistir por
varios años, afrontaba por esa época momentos difíciles
atosigada por constantes revueltas, producto de la reacción
de grupos isleños rebeldes al mando de un tal Dutrou-Bornier,
a lo que se sumaba el fantasma de desconocidas enfermedades
que, como la tisis, diezmaba la población como una
endemoniada herencia recibida de la civilización. En agosto,
el Hno. Eyraud – que había reanudado su obra en la isla a
partir de marzo de 1866 en compañía de otros misioneros –
falleció y le cupo al Padre Gaspar el hacer frente a la
difícil situación. Motivado probablemente por cuestiones
“políticas”, el Padre Gaspar decidió enviar ese mismo año un
presente al Obispo Stephan Jaussen que residía en Tahití –
hacia donde habían emigrado algunos nativos pascuenses –
“como una prueba del aprecio de los naturales de la isla
hacia la autoridad religiosa”.
El presente constaba de una
larga cuerda hecha de cabellos humanos, que los pascuenses
usaban para la pesca, la cual se hallaba cuidadosamente
enrollada alrededor de un trozo de madera que le servía de
cañuela.
Agradecido, el Obispo
Jaussen desenroscó la cuerda y con sorpresa pudo ver que la
cañuela era en realidad una exquisita pieza que presentaba
filas de desconocidos signos jeroglíficos.
Hombre cultísimo y sumamente
interesado en el estudio de la Polinesia, Jaussen no perdió
tiempo e inició una ardua investigación que la ciencia no ha
podido concluir todavía.
Entre los nativos de Pascua
que habían emigrado hacia Tahití se contaba uno al que los
demás consideraban muy ilustrado en las antiguas
tradiciones; su nombre era Metoro y a él acudió de inmediato
el buen Obispo…
Desafortunadamente, el
natural entusiasmo que invadió a Jaussen en un principio no
tardó en convertirse en profundo desaliento…
Ceremoniosamente Metoro
había tomado la tablilla entre sus manos y con sagrado
respeto comenzó a recitar algo, dando a su voz una
particular entonación, como si estuviera cantando las
palabras. Por su parte, el Obispo se ocupaba de anotar todo
lo dicho. Pero a medida que fueron pasando los días y la
operación de desciframiento se repetía una y otra vez a su
pedido, Jaussen comprendió que algo no iba bien: Metoro no
era claro en muchas de sus expresiones, divagaba, y lo que
era aun peor, a juzgar por lo que llevaba registrado en las
anotaciones que hacía, el pascuense se contradecía a menudo.
La conclusión sólo podía ser
una: Metoro no tenía idea del significado de las
inscripciones antiguas…
A partir de entonces, las
nuevas tentativas del Obispo Jaussen se orientaron hacia los
diversos institutos europeos, a los que envió copias que
hizo de los signos escritos, de manera que éstos pudieran
ser utilizados en un estudio comparativo con otras
escrituras jeroglíficas. Para ello solicitó previamente al
Padre Gaspar, le enviara más material ya que la tablilla que
obraba en su poder era muy pequeña, y los signos que
contenía muy escasos.
A pesar de su empeño, el
Padre Gaspar no consiguió enviarle más que media docena, lo
cual significaba un pobrísimo muestreo habida cuenta que,
según se había tomado conocimiento por los escritos del
fallecido Hno. Eyraud, las tablillas existentes en la isla,
apenas cuatro años antes, sumaban unas dos mil.
Hoy por hoy, la totalidad de
tablillas rongo-rongo existentes en todo el mundo –
reunidas de diversa fuente – ascienden a veinticuatro, y se
encuentran distribuidas en algunos de los principales
museos, a saber: Museo de Historia Natural de Santiago de
Chile; British Museum de Londres; Museo de Historia Natural
de Washington; Museo de Antropología de Leningrado; en la
Colección de los Padres Franceses en Grottaferrata, cerca de
Roma; en el Museum Fur Volkerfunde de Berlín; en el
Naturhistorisches Hofmuseum de Viena; en el Bernice P.
Bishop Museum de Honolulu, y claro está, en el Museo de
Tahití. Por supuesto que la pérdida irreparable que supuso
la desaparición de la inmensa mayoría de las tablillas de
escritura rongo-rongo a dado pie a distintas conjeturas que,
en un sentido u otro, apuntan al mal desempeño de los
misioneros en la isla.
En rigor, se ha dicho que el
cisma interno que se vivía en la isla a partir de 1868 –
fecha en la que el Obispo Jaussen toma contacto con las
tablillas – que concluyó con la expulsión de los misioneros
en el año 1871, habría derivado en una desconfianza
generalizada de los nativos hacia los religiosos, razón por
la cual los primeros habían decidido esconder las tablillas
en las profundidades de las innumerables cavernas que tiene
la isla, muchas de las cuales son en realidad una suerte de
santuarios familiares. Asimismo, se dice que, tal vez, otras
tantas tablillas pudieron haber sido quemadas para evitar
que cayeran en manos de los sacerdotes o, incluso, que
pudieron haber sido esos mismos sacerdotes los que indujeron
a los isleños a quemar las tablillas “por ser obra
pagana, contraria a la salvación de las almas”, al decir
del profesor Thomas Croft de la Universidad de San
Francisco, quien, como se verá seguidamente, se cuenta entre
los investigadores pioneros. De hecho, la sospecha
arriesgada por Croft no carece, en principio, de sustento
fáctico atento a lo que la historia nos ha enseñado en
cuanto al destructivo accionar de la ignorancia como
herramienta del avasallamiento transcultural amparado en el
excesivo celo religioso. Basta recordar, por ejemplo, la
desgraciada actitud que tomó Diego de Landa con respecto a
la escritura del pueblo Maya para comprender que esto bien
puede ser algo más que una posibilidad plausible.
Sin embargo, a nuestro modo
de ver, estimamos que tomando en cuenta la prolongada
tradición pascuense, imbuida por un alto contenido mágico
propio de este tipo de culturas, lo que aún hoy se puede
vislumbrar en las más profundas concepciones de los
naturales de la isla (quizá un tanto disfrazadas por una
pátina de “civilización occidental”) resulta algo difícil
de aceptar que estos hombres hayan renunciado a su honda
naturaleza mítica “inducidos por los sacerdotes” como
pretende Croft, procediendo a quemar el venerable legado
de sus antepasados toda vez que, según consta en la vieja
leyenda, el origen de la cultura pascuense se remonta al
ariki (rey) Hotu Matua, héroe fundador del cual todos los
pascuenses dicen descender, quien habría traído consigo 67
tablillas inscriptas con los preciados jeroglíficos,
acompañado por un grupo de sabios (maori) en ese arte. Del
mismo modo, y por idéntico motivo, es también difícil
concebir a los insulares quemando las tablillas para
evitar que éstas cayeran en las manos ajenas de los
sacerdotes. A nuestro entender, esa lectura destructiva se
hace con ojos occidentales, simplemente porque el hombre
puede leer sólo aquello que ha aprendido. Y el lenguaje
común de Occidente poco o nada tiene que ver con el de las
muchas culturas indígenas que supimos borrar de la faz de la
Tierra. O casi.
A partir de las
investigaciones de la antropología sabemos que los mitos
acerca del “origen” revisten en las culturas primitivas un
papel fundamental…y vivo a la vez. Los innumerables ritos
iniciáticos de “renovación del mundo”, por ejemplo, son
buena prueba de fervor religioso cargado de un sentimiento
de profunda convicción de realidad metafísica incomprensible
para Occidente. Obviamente, no vamos a explayarnos ahora
sobre tales tópicos, pero sí diremos que, atentos a los
valores que “pesan” dentro de la rica mitología de Pascua,
las concepciones mágico-religiosas aludidas al hablar de
“maná” o “tapú” deben justipreciarse únicamente
dentro del contexto de sus más hondas creencias para
comprender cabalmente el sentimiento que en esos hombres
produce.
En substancia: como tantas
otras sociedades primitivas, la de Pascua reglaba el curso
de su existencia por el accionar de ciertas fuerzas entre
las que se destacan el “tótem”, representativo de la
identificación del hombre con los animales de tierra, agua y
aire; el “po” (la noche), como sinónimo de las tinieblas y a
la vez de lo onírico como fenómeno trascendental mediante el
cual es posible no sólo volar, desplazarse a sitios lejanos
o transformarse, sino también llegar a vivir eternamente
fuera del tiempo y del espacio; y muy especialmente – a los
fines que interesa destacar aquí – se cuentan el “tapu”
y el “maná” citados precedentemente. El “tapu” es el
equivalente pascuense de lo que otras sociedades llaman
“tabú”, esto es un conjunto de prohibiciones, o veda, de
actos, cosas o personas – una suerte de ley no escrita pero
rígida e inviolable – cuya infracción es severamente
castigada. En tanto la palabra “maná” se traduce en el
concepto de un poder oculto y sobrenatural que regía sobre
la vida de los hombres y por sobre las fuerzas de la
Naturaleza. Este poder podía ser atributo de ciertas
personas – decididamente no seres vulgares - o bien estar
encerrado en las cosas, en las palabras o en los cantos.
Por lo tanto,
tomando en consideración que toda Kohau rongo-rongo
era portadora de maná (tanto por derecho propio como
por estar vinculada a Hotu Matua) entendemos que ningún
pascuense se hubiese atrevido a violar el tapu
que pesaba sobre todas y cada una de ellas, de modo que
asumimos como posible y probable que las numerosas tablillas
desaparecidas se hallen ocultas todavía en el interior de
las cavernas que constituyen el apasionante submundo de la
Isla de Pascua.
Volviendo ahora a la
encomiable labor llevada a cabo por el Obispo Jaussen,
agregaremos que a poco de hacerse con las tablillas que le
enviara el Padre Gaspar, no tardó en unírsele en la
tentativa de desciframiento el antes citado profesor Thomas
Croft, el cual viajó a Tahití para lidiar con el supuesto
maorí Metoro, en una tarea que resultó tan infructuosa como
la que había emprendido anteriormente el religioso. A pesar
de la mayor cantidad de signos con los que ya se contaba
(trabajaban sobre las siete tablillas) y del empeño puesto
en cada sesión, no se produjo cambio alguno. Cada vez que se
le mostraba a Metoro una u otra tablilla, éste no variaba su
recitado. O el cambio era mínimo. Hasta que, finalmente,
Jaussen y Croft abandonaron la labor…
Años más tarde, en 1886, el
estudioso William Thompson – bajo el patrocinio del
Smithsonian Intitution de Washington – arribó a la Isla de
Pascua a bordo del “Mohican” con la intención de probar
suerte en el desciframiento de las herméticas escrituras. La
suya no fue tarea fácil ni mucho menos. Al principio tuvo
que vencer la marcada resistencia de los isleños en
proporcionarle alguna información sobre quién podría oficiar
de traductor. Fue un tahitiano de nombre Tati Salmon el que
le dio el anhelado dato y lo puso en contacto con un
anciano, que se decía conocedor del arte rongo-rongo,
llamado Ure-Vae-Iko. Pero, resultó que Ure-Vae-Iko era en
extremo supersticioso y, temeroso de caer en la tentación de
violar el tapu que protege el secreto de la kohau
rongo-rongo huyó a esconderse en el interior de la isla.
Empecinado, Thompson
(acompañado por el tahitiano Salmon) siguió al anciano hasta
su escondite y una vez allí urdió un ingenioso argumento
para convencerle que accediese a colaborar. Thompson no
tenía consigo tablilla alguna, sino tan sólo algunas
reproducciones fotográficas; por consiguiente, no estaba
encerrado – le explicó al anciano pascuense – en esos
papeles el maná del kohau (madera sagrada) y
por tanto no se estaba violando el tapu. Al cabo, Ure-Vae-Iko
aceptó, pero el resultado obtenido por Thompson no fue
distinto al que, anteriormente, habían conseguido el Obispo
Jaussen y Croft con Metoro. Al igual que Metoro, Ure-Vae-Iko
recitaba las palabras con una entonación cantarina y
demostraba la misma dificultad al ser consultado por un
signo en particular. Las contradicciones eran, asimismo,
evidentes en uno como en otro.
No obstante, del esfuerzo de
estos primeros intentos, han quedado algunas traducciones
que, aunque apenas limitadas a unos pocos signos o grupos de
ellos, atesoran un valor apreciable en función de las
futuras investigaciones. En tal sentido, lo que sí ha podido
verificarse en modo suficiente (lo que constituye un avance
firme y sin retorno) es que tanto Metoro como Ure-Vae-Iko
comenzaban su lectura partiendo del ángulo inferior
izquierdo; leían hacia la derecha y al finalizar la línea
giraban la tablilla 180 grados, siguiendo la ordenación
típica del antiguo estilo de escritura denominado
bustrófedon. Como sabemos, el estilo bustrófedon (del
griego “bus”: buey y “trophedon”: volver) deriva su nombre
de la forma en que se colocan los signos, imitando los
surcos que deja el arado en la tierra, de manera que las
figuras antropomorfas que constituyen la escritura quedan
dispuestas con sus cabezas y pies en oposición, obligando a
darle la vuelta a la tablilla, de madera, metal o arcilla
según sea el caso, para seguir el curso de los símbolos
durante la lectura.
Sin embargo, si bien lo
dicho hasta ahora podría interpretarse como una suerte de
delimitación del problema, desafortunadamente no es así…
Durante los años que
siguieron a la tentativa de Thompson, los aportes de otros
investigadores no hicieron diferencia alguna; pero, entre la
sumatoria de deslucidas hipótesis y abundantes fracasos, la
irrupción en escena de la inglesa Katherine Routledge supuso
todo un cambio en el alicaído entusiasmo de la comunidad
científica. Entre 1914 y 1915, la Sra. Routledge había
logrado entablar contacto con otro anciano pascuense de
nombre Vara-Tuku-Onge (cristianamente bautizado años antes
como Domingo: Tomenika en idioma nativo). Enfermo de lepra y
confinado en un sanatorio, Tomenika fue convencido por la
investigadora inglesa para ayudarla en su tarea,
decidiéndose éste por fin trazar algunos escritos en un
papel. Tales escritos, conocidos en los círculos
especializados con el nombre de “rongo-rongo de Tomenika”,
encierran una singular característica y han suscitado un
hondo interés en tanto son notoriamente diferentes de los
jeroglíficos que pueden denominarse clásicos. En rigor, las
figuras de Tomenika son todas derechas y con predominio
zoomorfo y, por lo demás, no siguen el ordenamiento del
sistema bustrófedon. Dibujados, a juzgar por su inclinación,
de izquierda a derecha, los signos de Tomenika no incluyen
siquiera una figura antropomorfa (característica de las
rongo-rongo clásicas). La mayoría de las seis líneas, con un
total de 75 signos (contra 150 reconocidos en las rongo-rongo
clásicas) que componen el escrito representan pájaros,
tortugas y animales marinos, tales como peces y cangrejos;
incluyendo además algunas figuras geométricas y dibujos de
plantas. A pesar de que, como puede apreciarse en la
ilustración comparativa, resulta trabajoso hallar algún nexo
de morfología escritural entre los jeroglíficos rongo-rongo
clásicos y los dibujos de Tomenika, un vasto sector, por
demás representativo de la opinión experta, confiere al
aporte de la Sra. Routledge un sitial destacado, al punto de
llegar a conceptualizarse como “un tipo diverso de escritura
rongo-rongo”. Cabe acotar al respecto que, no obstante su
clasificación como rongo-rongo, el escrito de Tomenika
cuenta con una traducción lograda por Ramón Campbell a
partir del trabajo realizado con el pascuense Kiko Paté (de
quien Tomenika era tío abuelo) el cual tenía en su poder (“por
curiosa circunstancia que no pudo ser explicada”, según
sostiene Campbell) unos antiguos cuadernos de cantos
escritos en texto pascuense, con un total de 75 morfemas
equivalentes. De todos modos, es oportuno aclarar que la
identificación entre las palabras del texto obtenido por
intermedio de Kiko Paté y los signos jeroglíficos
“clásicos”, requiere todavía de importante información
adicional – como apunta Campbell – con la cual no se cuenta:
¿Cómo empezaba a escribir Tomenika, por ejemplo?. ¿Acaso
partía de la línea superior o acaso de la inferior…? Como
fuere, lo cierto es que el tema en cuestión se complica por
ser el mencionado escrito el único existente; o al menos el
único cuya existencia se conoce. Investigadores como el
profesor Barthel (ex director del Instituto de Etnología de
la Universidad de Tubingen, Alemania) han sugerido que “la
posibilidad de lograr botín abundante se halla fuera de la
Isla de Pascua. Se trata de los materiales no publicados de
la expedición Routledge…” Suponemos que, como suele
decirse, el tiempo tendrá la última palabra.
Escritura
rongo-rongo clásica
Escrito de
Tomenika
En cualquier caso, los
complicados estudios en torno a la escritura pascuense no
parecen agotarse aquí, ni mucho menos. El curioso hallazgo,
años después de la intervención de Routledge, de una tableta
en forma de pez, que actualmente se exhibe en el Museo de
Concepción, en Chile, lo demuestra fehacientemente. Como
claramente se observa en la figura, las inscripciones con
las que aquí se cuenta difieren absolutamente de las dos
formas de escrituras que constituyen la rongo-rongo clásica
y la Tomenika. No hay en la tableta del pez figuras
zoomorfas ni antropomorfas, sino abundancia de signos
geométricos y algunas figuras fitomorfas. El tipo de
escritura estilizada, casi desprovista de elementos
ideográficos, la asimila más bien al tipo cuneiforme,
difícil de emparentar, sino imposible, con la estructura
rongo-rongo clásica. No obstante, hay sí figuras como las de
los “arbolitos” que guardan cierta similitud con el escrito
de Tomenika (nótese en este punto su correspondencia,
incluso, con ciertas grafías de arte paleolítico). Por
último, diremos que el pez se encuentra grabado por ambos
lados, con un total de 229 signos trazados en sentido
vertical y sin carácter bustrófedon.
Es lícito señalar que la
notable diferencia que implica la tablilla del pez sustentó
la duda de que podría tratarse de una falsificación. Y
burda, por cierto. Sin embargo, se ha argumentado en su
favor que es precisamente esa diferenciación la que la salva
de toda sospecha, en razón de que si se hubiese intentado
falsificar una tableta antigua, la lógica más elemental
indicaría la utilización de la escritura rongo-rongo clásica
y no el uso de un nuevo estilo, puesto que éste carecería de
éxito comercial. Amparados en dicho razonamiento, los
estudiosos han concluido que la tableta del pez conforma
otro estilo de escritura pascuense, determinando que la
existencia de estos tres tipos de escritura (la clásica, la
de Tomenika y la del pez) podrían corresponder a las
diversas etapas evolutivas de un sistema de notación, o de
ideogramas.
Así planteado, el problema
de estos dos tipos de escritura que vinieron a sumarse a la
ya clásica por todos conocida, se complica todavía más con
el hallazgo hecho en el año 1937 de una tableta de pequeñas
dimensiones, y semicarbonizada, que el Padre Sebastián
Englert - de quien nos ocuparemos en breve – donó al Museo
de Historia Natural de Santiago de Chile. De apenas unos 10
por 6 cm. y 24 mm. de espesor, la tablilla presenta muy
pocos signos trazados en alto relieve, a diferencia de todas
las tablillas conocidas hasta hoy que los muestran en bajo
relieve. Acusando un pronunciado desgaste, esos pocos signos
aparecen trazados en posición erecta, sin bustrófedon,
y representan los tres tipos de escritura mencionados hasta
aquí (clásica, de Tomenika y del pez), razón por la cual,
algunos expertos han llegado a rotular dicha tablilla como
una especie de “Piedra de Rosetta” de la escritura
pascuense… (?)
A) escritura
clásica B) escritura de Tomenika C) tableta del pez
Sin embargo, esta
curiosa pieza no alcanzó para sustituir en la discusión
científica al espectacular descubrimiento con el que el
húngaro Guillermo de Hevesy sacudió la estantería académica
en 1932. En efecto, presentado en 1932 ante la Academia de
Inscripciones y Bellas Artes de París, la lectura del
acabado informe que llevaba la firma de Hevesy (profusamente
ilustrado con esquemas y diagramas) reveló al mundo
científico la incontestable, y a la vez sorprendente,
semejanza existente entre los signos de la escritura
pascuense clásica y un gran número de glifos (130 signos
similares sobre un total de 270) hallados en los sellos de
los templos de las antiquísimas ciudades de Mohenjo-Daro y
Harappa, ambas situadas en el Valle del Indo, que habían
sido descubiertas poco antes, y señaladas como centro de una
cultura desaparecida unos dos mil setecientos años de la era
cristiana.
De hecho, dicho parentesco
morfológico con la escritura de esta cultura prearia y
prevédica, cuyo origen permanece oculto, resultó tan
revolucionario como controvertido, al punto de dividir las
opiniones con un límite marcado entre la aceptación y el
rechazo, de manera que mientras algunos se enfrentaban con
beneplácito al problema de tener que conjugar las
similitudes con las enormes distancias que separaban ambas
estructuras en tiempo y espacio, otros tantos se contentaron
con alentar un agudo escepticismo, llegando varios de ellos
(como Metraux) a impugnar directamente el hallazgo,
sosteniendo que todo se trataba de una falsificación de los
diagramas. Cabe destacar, a efectos de comprender un poco
mejor el porqué de la encarnizada polémica científica de
aquel entonces, que el mundo académico aún no había
conseguido reponerse del todo de la sorpresa que significó
el descubrimiento mismo de las ciudades de Mohenjo-Daro y
Harappa cuando las excavaciones de 1921-1922, y las
posteriores de 1927, permitieron a Sir John Marshall y Rai
Bahadur Daya afirmar que en el Valle del Indo “existió
una civilización avanzada y singularmente uniforme, muy
cercana a civilizaciones contemporáneas de la Mesopotamia y
de Egipto, aunque superior en algunos aspectos”.
Las pruebas
irrefutables aportadas por Marshall y Daya habían conseguido
dar por tierra con la opinión generalizada que afirmaba que
ninguna cultura organizada (¡ni qué decir de una
adelantada!) había podido existir en ese lugar. Capitales
gemelas, Harappa y Mohenjo-Daro fueron en la India el punto
de partida de una vasta sociedad comercial y agrícola cuyo
dominio abarcó un área estimada en unos 1.500 Km. de largo
por otros 800 km. de ancho. De estructura arquitectónica
compleja, y más adelantada en términos comparativos – para
la misma época – que la de los egipcios u otros pueblos de
Asia occidental, estas ciudades del Valle del Indo contaban,
incluso, con baños con agua caliente y modernas redes
cloacales.
Pero, si
tales hechos incontestables ya constituían de por sí un reto
a todo el andamiaje sobre el cual se sostenía la comprensión
del derrotero evolutivo de las civilizaciones antiguas, la
falta de indicios sobre un estadio evolutivo anterior en
ambas ciudades lo hacía del todo incomprensible. En rigor,
se estaba frente a una civilización que parecía haber
surgido de repente; una civilización que, para completar el
halo de misterio que la envuelve, también desapareció en
forma súbita…
A casi
setenta años de su descubrimiento, Mohenjo-Daro y
Harappa siguen siendo un interrogante. De todos modos,
finalmente la controversia quedó saldada con la absoluta
demostración de veracidad sobre los dichos de Havesy, y como
lógica consecuencia de este descubrimiento, abonado con el
posterior hallazgo – en la misma zona – de placas de metal
con más escritos en sistema bustrófedon, los investigadores
pusieron la mira en escrituras provenientes de la India.
Entre los trabajos surgidos a partir de entonces se destaca
el del argentino Imbelloni, quien pudo establecer una
secuencia de sistemas de escritura jeroglífica a la que le
dio el nombre de “Sistema gráfico indo-oceánico”, que
demuestra a las claras que la escritura de la Isla de
Pascua no es algo aislado. En este terreno comparativo
se ha llegado, además, a determinar la existencia de un
nexo con la escritura brahmi, relacionada con la escritura
protoindia de Harappa, que corresponde al siglo III a. C.,
época del reinado de Asoka el Grande.
Ahora bien,
si la tarea de fundamentar una relación más o menos directa
entre dos escrituras similares, pero separadas entre sí por
un abismo de miles de kilómetros y de años, supone en
apariencia una labor ímproba, no resulta tanto así si nos
detenemos a considerar una de las teorías con mayor peso
entre las muchas que intentan explicar el origen de los
pobladores de la Polinesia.
De hecho, la
Polinesia está conformada por un grupo de islas diseminadas
en el Océano Pacífico, en un triángulo imaginario que los
geógrafos denominan, precisamente, “El Triángulo Polinésico”,
que incluye entre sus archipiélagos principales los de las
Marquesas, Hawaii, las Samoa, las Tuamotu y las islas de la
Sociedad, las de Cook, las islas Tonga y la Isla de Pascua.
Por sus características físicas e idiomáticas, los
polinesios constituyen un grupo étnico diferenciado de los
pobladores de Melanesia y Micronesia, a pesar de su
“vecindad”. Y en razón de tales características es que su
origen ha planteado un gran interrogante entre los
antropólogos, inclinándose la mayoría por aceptar su
procedencia a partir de un tronco racial euroasiático. No
obstante, los estudios antropológicos y filológicos del
famoso médico neozelandés Dr. Peter Buck (director durante
años del Bernice P. Bishop Museum de Honolulu, en Hawaii, y
profesor de la Universidad de Yale) han permitido arribar a
una conclusión todavía más depurada. Para Buck los
polinesios tendrían una procedencia indonésica, pero, dice:
“Su origen remoto hay que buscarlo en la India”.
Sugiere el
médico y antropólogo que cuando la presión de los pueblos
mongólicos que invadían el continente se hizo insostenible
para los antepasados de los actuales polinesios, éstos se
hicieron a la mar rumbo al horizonte oriental, instalándose
durante mucho tiempo en Indonesia, desde donde, luego,
habrían emprendido la navegación por el Pacífico, avanzando
en sucesivas migraciones de isla en isla hasta poblar los
diversos archipiélagos del triángulo. En cualquier caso, si
bien la teoría del Dr. Buck podría, eventualmente, resultar
apropiada para sostener el indudable nexo existente entre la
escritura pascuense y la del Valle del Indo, el problema
adicional que implica el escrito de Tomenika y los signos de
la tablilla del Pez, nos obliga a otras consideraciones…
Hemos dicho
anteriormente que la tradición pascuense remonta el inicio
de su cultura a la llegada del rey Hotu Matua, que
acompañado por su corte real integrada por sabios maories
habría traído consigo un total de 67 tablillas con
inscripciones rongo-rongo, huyendo del cataclismo que
habría provocado el hundimiento del mítico continente de
Hiva del cual provenía. Y si bien cualquier referencia a la
época exacta de tal suceso se hace conflictiva, deberemos
limitarnos a considerar tan solo que al estar de las
dataciones efectuadas sobre los restos carbonizados de
antiguas fogatas hallados en la isla, la presencia humana en
Pascua podría calcularse aproximadamente a partir del año
386 AD. Ahora bien, tanto por la información recogida por la
Sra. Routledge, como por la suministrada posteriormente por
el eminente Padre Sebastián Englert (que movido por su
encomiable afán de estudio y su vocación de evangelizador,
llegó a Pascua en 1934 y allí se quedó por el resto de su
vida – 1969) se ha llegado a conocer cuáles eran las
antiguas costumbres en cuanto a la escritura primitiva se
refiere. Se puede, luego, sostener que, por lo menos hasta
la segunda mitad del siglo pasado, este arte continuaba
siendo “tapu” y por tanto descansaba en las manos de
un clan determinado: el clan de los Miru, obviamente
descendiente directo del ariki Hotu Matua. Asimismo, se sabe
que estos sabios escribas de la corte de los Miru tenían a
su cargo la sagrada tarea de la formación de discípulos, en
lo que constituía la “escuela de los maorí kohau rongo-rongo”.
Dada la
connotación religiosa de la tarea allí realizada (recordemos
que las kohau rongo-rongo tenían maná y eran
por lo tanto tapu), todo era regido por un estricto
reglamento. No sólo se impartía la enseñanza regular del
arte de escribir, sino que, además, se realizaban reuniones
anuales que se convertían en severísimas pruebas de
capacitación, donde los aspirantes a maori (sabio) eran
premiados o castigados. Para rendir la prueba el aspirante
se ponía de rodillas con la tablilla delante, en tanto los
maories se ubicaban en fila en radios que convergían hacia
el centro donde, en un sitio más alto, se sentaba el ariki
(rey). Una vez dada la señal el aspirante debía iniciar su
lectura, que era en verdad un canto. Si tenía éxito en la
interpretación de los signos se le colmaba de honores; si en
cambio se equivocaba, era expulsado de inmediato de la
escuela y se lo sometía a las burlas de la concurrencia. A
propósito de la importancia que reviste la “escuela de los
maori” dentro del legado cultural que encierra la escritura
rongo-rongo, no puede soslayarse un hecho por demás
significativo: si Hotu Matua arribó a la Isla de Pascua con
sólo 67 tabletas inscritas, y el Hno. Eyraud mencionó – en
1864 – que el total existente ascendía a unos dos mil, es
obvio que dicha abrumadora diferencia fue debida a la obra
de aquellos sabios de la corte de los Miru, o en todo caso
de sus discípulos. Pero, fuera como fuese, es oportuno
señalar que tanto la referencia del Hno. Eyraud, o la
primera tablilla que el Padre Gaspar le enviara al Obispo
Jaussen, como también las seis que le siguieron, o, en
definitiva, las 24 que actualmente se atesoran en los
museos, todas corresponden a la misma escritura
jeroglífica en bustrófedon en cuyos signos predomina la
representación humana en diversas posturas: con variaciones
en la posición de las piernas, brazos o cabezas; algunas
veces con notorias mutilaciones de miembros y otras con
sustitución de la cabeza humana por una de pájaro. Ya en un
segundo lugar, se aprecian otras figuras que representan
animales, peces a menudo agrupados en dos o en tres, y
también crustáceos, tortugas o insectos, y finalmente, en
menor número, se ven algunas figuras geométricas o lineales,
a veces con la forma de un simple guión, y otras con aspecto
de estrellas, árboles, anzuelos, etc.
De modo que
nos preguntamos: ¿no será acaso ilusorio pretender vincular
este tipo de escritura con las de Tomenika y del Pez? ¿Es
apropiado fundamentar una clasificación en los dibujos
hechos de puño y letra por un anciano enfermo y casi
obligado por las circunstancias? ¿Es correcto hacerlo
basándose en una tablilla como la del Pez sobre la que
oportunamente pesó la sospecha de fraude? ¿Se puede
arriesgar alegremente la calidad de “Piedra de Rosetta” a
una tablilla de ignorada procedencia y trazada en alto
relieve cuando sabemos que las rongo-rongo están concebidas
en bajorrelieve? ¿Se puede, incluso, soslayar que en la
utilización del estilo bustrófedon en la escritura rongo-rongo
y su ausencia en las otras radica una irreconciliable
diferencia? En definitiva, ¿no estaremos aquí frente a un
típico caso de lo que se ha dado en llamar “ciencia del
anhelo”?
Casi inevitable es que
recordemos ahora un viejo proverbio chino que reza:
“Quien espera ansioso la llegada de un jinete debe cuidarse
muy bien de no confundir el sonido de los cascos en galope
con los latidos de su propio corazón.” De hecho, la
ciencia ha conocido ya confusiones por el estilo. Y,
probablemente, estos pretendidos “eslabones perdidos”, lejos
de configurar diversas etapas evolutivas de un sistema de
notación o de ideogramas, al decir de algunos
investigadores, pueden resultar ser tan sólo una suerte de
“Hombre de Piltdown”.
Parece harto evidente pues
que la ingente labor que implicó, e implica aún hoy, el
desentrañar el significado oculto de la escritura pascuense,
cuenta con un vasto historial de decepciones y escasos
logros cuya gran dificultad reside en la incapacidad de
saber separar la paja del trigo. En este sentido, tanto la
ingenuidad como la subjetividad (motivada por el anhelo del
investigador) es una negligencia censurable desde el punto
de mira del auténtico método científico, cuya norma
elemental impide que uno ponga el carro delante del buey…Y
por desgracia, ciertos “hitos” de esta historia de intentos
fallidos nos llevan a considerar que algo por el estilo pudo
muy bien haber ocurrido en más de una oportunidad. A guisa
de ejemplo, casi anecdótico si se quiere pero no por ello
menos inquietante, basta recordar lo acontecido durante uno
de los encuentros entre el prestigioso investigador noruego
Thor Heyerdahl y Esteban Atán, quien ostentaba el honorífico
título de “capitán del pueblo” cuando la expedición del
primero se instaló en la Isla de Pascua en 1955-1956. Según
refiere el mismo Heyerdahl en su obra “Aku-Aku”, Atán, sin
mayores preámbulos, le había mostrado una noche, a la luz de
la vela, un cuaderno del tipo escolar cuyas páginas, de un
color amarillento desvaído por el tiempo, estaban
profusamente ilustradas con caracteres rongo-rongo. Dichos
caracteres, encolumnados en el lado izquierdo de la página,
tenían junto a cada figura su correspondiente traducción en
el dialecto polinésico, como una especie de diccionario
bilingüe. “Nos sentamos en torno a la vela para
contemplar el borroso manuscrito rongo-rongo – escribe
Heyerdahl – y nos quedamos mudos de admiración. Era
evidente – continúa – que no se trataba de una
patraña urdida por el “capitán del pueblo” con el fin de
embaucarnos; y estaba igualmente claro que si la persona que
había trazado aquellos misteriosos signos había conocido en
verdad el secreto de la escritura rongo-rongo, aquel simple
cuaderno sin cubiertas tendría un valor inapreciable, pues
ofrecería posibilidades ni siquiera entrevistas en sueños
para la interpretación de la antigua escritura ideográfica
de la Isla de Pascua.” – concluye.
Consultado acerca de cómo
había obtenido aquel cuaderno, Esteban Atán respondió que su
padre se lo había dado un año antes de morir. Pero su padre
no era un hombre instruido en el arte rongo-rongo, se
apresuró a aclarar, ni siquiera sabía escribir en caracteres
modernos; en realidad él había copiado el cuaderno de otro
más antiguo, y casi destrozado, escrito por su padre, el
cual sí sabía grabar rongo-rongo y también cantar los
textos. Y según agregó para finalizar, su abuelo hubo
aprendido la escritura moderna durante su destierro como
esclavo en Perú, donde fue ayudado por otro esclavo a
registrar el sentido sagrado de los textos para así
preservarlos del olvido.
Ahora bien, como ha quedado
demostrado en ésta y otras oportunidades, la credulidad es
en la Isla de Pascua una carga excesivamente pesada para que
un investigador recorra con ella a cuestas el largo camino
del conocimiento. Y quizá allí, en Pascua como en ningún
otro sitio, “hay que tomar las cosas como de quien vienen”,
como dice el refrán popular. En efecto, como resultado de
los estudios antropológicos sobre los caracteres físicos y
psíquicos de los pascuenses, se ha podido establecer la
existencia de dos tipos claramente diferenciados cuyas
características predominantes son: 1) tipo físico delgado:
de piel blanca, rostro alargado, pelo castaño o rojizo
ondulado o ensortijado, ojos pardos; miembros largos, talle
flexible y cintura delgada (panículo adiposo escaso),
predominio de los músculos extensores y extremidades
inferiores largas; buena musculatura (firme y bien marcada),
pies grandes, andar erguido y pelvis estrecha; pechos poco
desarrollados en las mujeres y tendencia a las várices.
Psiquismo vivo con carácter comunicativo. 2) tipo físico
grueso: piel moreno-oscura, rostro redondeado u oval
invertido, pelo negro grueso y liso, ojos negros o
pardo-oscuros; miembros superiores cortos y extremidades
inferiores largas y gruesas, talle grueso y poco flexible
(con panículo adiposo abundante y repartido en zona de tórax
y abdomen). Musculatura poco marcada pero fuerte; pies
grandes y andar lento. En las mujeres se aprecian pechos
pendulares y hay también predominio de várices. Pelvis
ancha. Psiquismo lento y carácter hosco y reservado.
Ajustándose a tal clasificación y en virtud de su prolongada
experiencia en contacto directo con los pascuenses, Ramón
Campbell (“El Misterioso Mundo de Rapanui”) desliza un
comentario ilustrativo, a saber: “Los representantes de
la raza delgada presentan otra característica psicológica
curiosa. Se trata de una tendencia innata a la
fabulación, a la fantasía y al engaño, que los hace
semejantes a los gitanos. Famosa es la personalidad de Juan
Tepano, informante de la mayoría de los antropólogos del
primer tercio de este siglo. Durante la estadía de Thor
Heyerdahl – prosigue Campbell - ¿no cayó el
inteligente noruego en las redes del hábil y astuto Pedro
Atán? Todos los que han investigado en la Isla de Pascua han
podido apreciar esta condición en los isleños. En mi primera
visita al patriarca Santiago Pakarati (Katipari) me mostró
un viejo cuaderno de escuela que decía contener la clave del
desciframiento de las misteriosas tabletas. Se trataba
simplemente de varios escritos de caracteres occidentales
trazados con perfiles de hombres-pájaros, peces, lagartos y
monos. Me aseguraba leyendo en voz alta el texto, que esa
era la traducción de los rongo-rongo. Fingí creerle y quedó
conforme.”
Como puede apreciarse, la
referencia de Campbell sobre la actitud de conocidos
patriarcas como Tepano, Atán (Pedro es hermano del antes
aludido Esteban) o Pakarati (también conocido por Katipari)
puntualiza una situación que merece toda la atención en la
medida que la mayor parte de la información de la que hoy se
dispone sobre los muchos intentos de desciframiento de la
escritura rongo-rongo proviene de fuentes similares. Claro
está que tal objeción le cabe también al mismo Campbell en
cuanto a lo que pudiera conjeturarse sobre la “curiosa
circunstancia que no pudo ser explicada”, según textuales
palabras del autor, sobre la existencia del texto completo
del famoso escrito de Tomenika en un antiguo cuaderno de
cantos que obraba en poder de Kiko Paté.
En cualquier caso,
consideramos igualmente oportuno señalar que de la
observación de la reproducción de las dos páginas
correspondientes al cuaderno con escrituras rongo-rongo
publicadas en “Aku-Aku” algo en extremo curioso se desprende
casi a simple vista: en el margen superior izquierdo se lee
el nombre de Ure-Vae-Iku, que no es otro, por supuesto, que
el presunto conocedor del arte de los maori entrevistado por
William Thompson en 1886. Como vimos, Esteban Atán argumentó
ante Heyerdahl que el cuaderno era en realidad una copia que
su padre había hecho del original escrito por su abuelo, sin
embargo, hasta donde hemos podido averiguar, el actual
apellido Atán deriva del original “Atamu”, el cual no guarda
relación con Vae-Iku. De hecho, situaciones por el estilo
poner de relieve la necesidad de extremar los cuidados a la
hora de abrir juicios entusiastas sobre la información
proveniente de los isleños. Estimamos que lo mejor que uno
puede hacer es ajustarse a un análisis minucioso y cimentado
en un sano escepticismo, de modo de crear conciencia de que
lo más probable es que la respuesta al enigma científico
planteado por la escritura rongo-rongo no llegará de boca de
ningún pascuense. Y, en rigor, todo parece indicar que nunca
fue de otra manera.
Por lo demás, si nos
detenemos un instante a replantear la cuestión desde la
posible óptica del pascuense quizá podamos dar con, al
menos, un par de razones más allá de aquella “tendencia
innata a la fabulación” que menciona Campbell. La primera
razón se vincularía, a nuestro entender, con el altísimo
honor que históricamente suponía para un nativo acceder al
conocimiento hermético del arte rongo-rongo. Basta recordar
lo dicho con anterioridad sobre la “escuela de los maori
kohau rongo-rongo” donde el fracaso traía aparejado el
público desprecio. Pues bien, señalados por su comunidad
como ilustrados en tales secretos ancestrales, ¿qué
alternativa tuvieron Metoro, Ure-Vae-Iko o incluso Tomenika?
¿Sería arriesgado suponer que aun ignorantes del arte
confesarían sin más? Nos parece que, parafraseando a
Shakespeare: “Ser o no ser, esa era la pregunta…” ¿Honor o
burla…?
No obstante, haciendo a un
lado el caso de Tomenika en razón de nuestras sospechas ya
manifestadas, si nos atenemos a los resultados derivados de
los trabajos efectuados con Metoro y Ure-Vae-Iko, parecería
ser que ambos tenían una vaga idea del arte secreto, pero ¿y
si acaso fuera así…? Esta última posibilidad nos remite a la
segunda hipótesis. Esto es, la desconfianza sobradamente
justificada del pueblo pascuense hacia los extranjeros,
motivada por las vicisitudes que le tocó en suerte
enfrentar.
Por cierto. Como refieren
las crónicas, las primeras incursiones a la isla de los
traficantes de esclavos comenzaron hacia inicios del 1800.
Las más desafortunadas, si cabe fundamentar una estadística
tal en cantidades de vidas humanas, fueron las que tuvieron
lugar entre los años 1859 y 1862, cuando la captura de
isleños para proveer de esclavos a las guaneras de las islas
Chinchas, próximas a las costas del Perú, barrió con miles
de pobladores de Pascua. Los censos, imprecisos, de diversos
visitantes señalan que la población de la isla debió de
sobrepasar los cuatro millares, sin embargo a la llegada del
Hermano Eyraud en 1864, el censo por él efectuado arrojó un
total de 1800 personas; lo cual da una clara idea de la
depredación pirata allí llevada a cabo. Obviamente, como
consta, entre los infortunados esclavos se contaban por
igual individuos de diverso linaje, al punto que un rey fue
hecho prisionero junto con sus maori llevándose con ellos
gran parte de la tradición y conocimiento antiguo. Y, como
quiera que la piadosa actitud de los misioneros hubo logrado
la repatriación de algunos infelices cautivos, la gran
mayoría ya había muerto en cautiverio, presa del hambre o
las enfermedades para las que sus cuerpos vírgenes carecían
de defensas. Asimismo, de lo que emprendieron el camino de
regreso fueron pocos los que pudieron sobrevivir. Muchos ya
estaban enfermos y murieron durante la dura travesía
marítima, y los que por fin llegaron a la isla trajeron
consigo la viruela, la tuberculosis, la sífilis y las cepas
gripales, entre otras maldiciones de la civilización. La
consecuencia fue la única posible: el censo de 1868 dejó
asentado que la población de la isla había descendido a sólo
930 habitantes; y al año siguiente apenas llegaban a 600…
Sin abundar en mayores
detalles (lo dicho sirve de modo suficiente a los fines
perseguidos) advertimos que nos hallamos ya en la época de
caos y desolación durante la cual el Padre Gaspar envió su
presente al Obispo Jaussen y éste contactó a Metoro, uno de
los tantos emigrados que huyeron a Tahití intentando
alejarse de la tragedia. Por lo tanto, nos preguntamos:
¿siendo Metoro un auténtico maori, qué motivación tendría
para desoír el ancestral tapu que protege el maná
de una kohau rongo-rongo? ¿Acaso una simulación
no dejaría conforme al buen Obispo, a la vez que a resguardo
el antiguo secreto e incluso su propio honor de maori?
¿Acaso el ardid de W. Thompson fue suficiente para vencer el
temor al castigo impuesto por el tapu que hizo huir
en un principio a Ure-Vae-Iko?
No lo sabemos.
De todos modos, se nos
antoja de una pereza intelectual extrema sucumbir al
facilismo de una repetición de ciertas posturas por el
simple hecho de tratarse de viejas opiniones consensuadas.
Decía Albert Einstein que
“la inteligencia no se alimenta a base de respuestas sino de
preguntas”, y pretendemos seguir el sabio consejo…
Y, ha sido precisamente un
anuncio lo que ha reforzado aún más ese criterio. Nos
referimos a la noticia proveniente de Londres que hacia
mediados de junio de 1996 hizo público que un antropólogo
norteamericano residente en Nueva Zelanda, y experto en
lenguas de la Polinesia, llamado Steven Fisher, sostiene
haber logrado, tras seis años de estudios, descifrar el
oculto significado de la escritura rongo-rongo.
Fisher, cuyo trabajo fue
publicado en la revista británica “New Scientist”,
afirma que las tablillas contienen cantos relativos a los
orígenes del Universo expresados dentro del contexto de una
visión de la creación fundada en una serie de “copulaciones
primordiales”, brinda como ejemplo la traducción que
hiciera de una tablilla conservada en el Museo de Historia
Natural de Chile, en la cual la figura de un pájaro,
seguida de un falo y de un pez y un sol significa:
“Todos los pájaros han copulado con los peces y de su
unión ha nacido el Sol”.
Desgraciadamente, ignorantes del criterio utilizado por
Fisher en su particular interpretación de los signos rongo-rongo,
nos vemos obligados a llamarnos a un prudente silencio.
Entretanto, seguiremos firmemente persuadidos de que la
solución al enigma de la escritura pascuense requiere
desandar el camino que nos conduce hasta el antiguo Valle
del Indo…aunque quizá ello obligue a intentar establecer
“relaciones” un tanto más complejas que “las sexuales entre
pájaros y peces”…
LA
AUTORA es
grafólogo público y presidente de la Asociación de
Grafólogos Públicos de la Ciudad de Buenos Aires. Ha escrito
numerosos artículos en el campo de la grafopatología,
publicados en diferentes medios gráficos y sitios web.
© María del Carmen Doyharzábal 1996-2005 - Todos los
derechos reservados
Publicado con autorización expresa de la autora.
Prohibida su reproducción sin permiso de la autora.
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