Publicación exclusiva sobre la hipótesis de las paleovisitas extraterrestres
CONTCTO
 
LA CUESTIÓN DEL ORIGEN DE LA VIDA EN LA TIERRA
   

El origen de la vida en la Tierra está todavía en discusión. Algunos científicos de renombre internacional han considerado posible que haya sido sembrada por una avanzada civilización extraterrestre.

CÉSAR REYES DE ROA
CÉSAR REYES DE ROA
Argentina
cesarreyes@antiguosastronautas.com

 

 

 

Sin duda, el origen de la vida en la Tierra es el más desconcertante de todos los misterios de la biología. Se supone que empezó como un “progen”, es decir como una molécula de ADN replicada, encerrada en una especie de bolsa o “microesfera” (algo demasiado simple para ser llamado célula), la cual con el transcurso del tiempo, y a medida que se formaron las enzimas apropiadas, fue mejorando su bioquímica hasta convertirse en algo muy parecido a las algas verde-azuladas que hoy conocemos. Sin embargo, cómo apareció en escena esa suerte de “Adán químico” que inició “el drama de la evolución” es todavía objeto de una discusión que inclina a los científicos por dos teorías principales. O la vida surgió aquí espontáneamente, o bien llegó a nuestro planeta procedente del espacio.

La primera de ambas teorías, que nos habla de fortuitas combinaciones de moléculas orgánicas que tuvieron lugar en los mares primordiales, poniendo el azar de por medio y diciéndonos, por consiguiente, que somos los ganadores (los únicos ganadores según, por ejemplo, el biólogo francés y premio Nobel Jacques Monod que sentenció: “...por fin el hombre sabe que está solo en la indiferente inmensidad del universo del que salió por casualidad.”) del “premio gordo de la gran lotería cósmica”, es la preferida por la mayoría. Pero, a juicio de muchos otros, esto parece ser bastante improbable y, además, un poco impregnado por ese tufillo rancio de aquella antigua creencia medieval sobre el origen espontáneo de la vida que, ya en el siglo XIX, Louis Pasteur demostró que era falso.

En cambio, la teoría alternativa, la de que la vida llegó aquí desde el espacio exterior, aunque tampoco - hay que decirlo - nos da una acabada respuesta a la cuestión del origen último de la vida, sino que más bien la pone fuera de nuestro alcance, es, con todo, indudablemente mucho más compatible con los hechos observados, por ejemplo, a través de las técnicas modernas de la radioastronomía.

En efecto, después de los primeros descubrimientos casuales acaecidos a comienzos de 1970, que revelaron que muchos materiales básicos de la vida aparecían en el espacio, los radioastrónomos comenzaron una búsqueda sistemática de composiciones químicas en las gigantescas nubes de polvo interestelar, encontrando a poco no menos de 30 composiciones orgánicas en nuestra Vía Láctea, las cuales, en casi todos los casos, se comprobó que se trataban de moléculas bien conocidas por los bioquímicos, como, por ejemplo, algunas cuya unión produce glicocola (un aminoácido que se presenta frecuentemente como base de la albúmina), o - todavía más asombroso - moléculas de azúcar que son químicamente muy especiales porque forman parte de la complicada molécula hereditaria conocida como ARN, que se encuentra sin excepción en toda la enorme diversidad de seres vivos que habitan la Tierra, cuya función es recoger las instrucciones del código genético del ADN y llevar el mensaje al citoplasma donde desempeña un importante papel en la formación de proteínas.

Así, apoyándose en eso con razón, el célebre astrónomo inglés Fred Hoyle, junto con su colega Chandre Wickramasinghe, señaló, en 1978, que era de suponer que el espacio estaba en realidad muy lejos de ser un lugar frío y sin vida como hasta entonces se lo describía, formulando seguidamente la hipótesis de que los primeros organismos con capacidad de reduplicarse no se habrían formado en nuestro planeta, sino muy probablemente en la cabeza de los cometas y que, al fragmentarse éstos tarde o temprano, pudieron haber llegado a la Tierra incrustados en meteoros pétreos (condritas). Algo así como una especie de siembra cósmica...

Bien recibida desde un inicio por los expertos, la teoría de Hoyle ha ido ganando sustento fáctico a través de los resultados obtenidos en muchas de las condritas examinadas hasta la fecha, las cuales evidencian la presencia de aminoácidos cuyo orden repite básicamente el mismo del análisis químico de la ya famosa condrita de Murchison (nombre que indica la ciudad de Australia donde cayó en la madrugada del 28 de septiembre de 1969), que contenía no menos de diecisiete aminoácidos, de los cuales diez no existen en los organismos de la Tierra, y de los restantes, un tercio corresponde a la glicocola, quedando en segundo, tercero y cuarto lugar, la alanina, la asparagina y la valina respectivamente, con los que de hecho sí tenemos mucho que ver. Pero, en cualquier caso, será oportuno aclarar que antes que Hoyle, en 1908, Svante Arrhenius, el gran químico sueco y premio Nobel, ya había sostenido una idea similar al decir que la radiación de las estrellas bien podía impulsar esporas vivas a través del universo, de igual manera que lo hacía el viento con la barcia del grano. Opinión que también compartía el prestigioso físico británico Lord Kalvin, quien señalaba que tales esporas podrían perfectamente sobrevivir si se hallaban incrustadas en ciertos tipos de meteoritos como las condritas recién mencionadas.

Y dicho sea de paso, tal teoría se ha visto fortalecida recientemente cuando se tuvo conocimiento (a través de un artículo publicado en junio de 2004 en la prestigiosa revista Science) acerca del descubrimiento de coenzimas PQQ – que se encuentran en todos los seres vivos, excepto en las arqueobacterias – en partículas del cometa Wild-2, las cuales fueron captadas por la sonda ” Stardust” de la NASA.


Siembra cósmica

En consecuencia, la idea de que la vida haya llegado a la Tierra procedente del espacio, suficientemente abonada por los hallazgos que acabamos de ver en una muy apretada síntesis, nos hace suponer dos cosas: primero, que, como escribió el autorizado profesor alemán Hoimar von Ditfurth (“No somos sólo de este mundo”), “por escasas que sean estas moléculas en el espacio interestelar, una nube cósmica de varios años luz contiene cantidades enormes”, y segundo, que, por ello, la existencia de otras civilizaciones, parecidas o tal vez absolutamente diferentes a la nuestra, es, desde la pura lógica y por consiguiente desde la más elemental aplicación de la probabilidad, a buen seguro parte de la regla del Cosmos y no la excepción, como todavía hoy algunos escépticos chapuceros siguen sosteniendo con obstinación de mula.

Por otra parte - tan importante como todo lo dicho hasta ahora acerca de las pruebas disponibles - , es interesante recordar aquí que quienes abogan por la teoría del origen espontáneo de la vida en nuestro mundo, y con eso incluyen a los muchos milagros del azar, todavía no han podido dar una contestación satisfactoria a la pregunta que, de manera plausible, sí responden aquellos que tienen los ojos puestos en el espacio exterior. Nos referimos por supuesto al asunto del “molibdeno”, un elemento esencial para la vida, pero que es a la vez sumamente raro en la Naturaleza. En efecto, esencial para la vida animal y de gran importancia para la vegetación, por su intervención en muchas reacciones bioquímicas, el “molibdeno” es sin embargo muy poco abundante (apenas dos partes por diez mil) en la Tierra, a diferencia, por ejemplo, del níquel o del cromo que, relativamente mucho más abundantes (316 partes por 10.000 en el caso del cromo) no tienen casi ninguna importancia en los procesos vitales. En consecuencia, se hace difícil comprender por qué los seres vivos de este planeta llegamos a depender de un elemento tan escaso, cuando, en realidad, lo que es dable esperar es que la composición química de los organismos tienda a reflejar, de algún modo, el medio ambiente que cobija su evolución. Sin embargo, con ajuste a la teoría de que la vida pudo llegar aquí desde otro lugar, pongamos por caso el de un planeta donde el “molibdeno” fuese un elemento abundante, el misterio ya no sería tal, sino todo lo contrario: la cosa más natural del mundo. Y de igual manera, también podríamos responder con mayor precisión, sin aleatorias conjeturas, a la cuestión de que si el origen de la vida resultó de ciertas combinaciones químicas fortuitas, y siendo lógico suponer que debe de haber existido durante tal proceso una competencia del tipo de la supervivencia del más apto, parafraseando a Darwin, ¿cómo es que aún no se ha encontrado el menor rastro de rivales extintos portadores de otro código genético?

Así las cosas, el concepto de una siembra cósmica, o panespermia como la llamaba Arrhenius, pone de manifiesto la forma más sencilla de responder a las preguntas más complicadas, y con eso, entendemos, se alza por encima del innegable antropocentrismo que, haciendo caso omiso de sus propias limitaciones, anida en la idea de un origen espontáneo y azaroso de la vida en nuestro afortunado planeta. En otras palabras, nos ubica ni más ni menos que en el único lugar que ocupamos dentro de la vasta inmensidad del Cosmos: el de una insignificante mota de polvo inmersa entre el polvo de estrellas...


¿Una siembra cósmica dirigida?

Ahora bien, fue precisamente con arreglo a tales circunstancias que, en los años setenta, dos notables hombres de ciencia, Francis Crick (quien recibió en 1962 el Premio Nobel de Medicina y Fisiología por ser uno de los descubridores de la estructura en doble hélice del ADN) y Leslie Orgel, que a la sazón se desempeñaban en el Instituto Salk de California, consideraron muy posible que la vida no sólo llegara del espacio, sino, incluso, que pudo muy bien ser transmitida deliberadamente por alguna civilización tecnológicamente avanzada de otro planeta. Y así lo publicaron en un artículo aparecido en la conocida revista “Icarus”, especializada en temas de astronomía, lo cual, desde luego, habida cuenta de la trayectoria de los firmantes, no pasó de largo por el mundo académico. En rigor, el artículo en cuestión, y por supuesto la hipótesis allí planteada, fue objeto de comentario y debate en muchas otras publicaciones no menos prestigiosas. De hecho, aun varios años después de eso, el libro póstumo del excelente periodista científico Gordon Rattray Taylor (“El gran misterio de la Evolución”) mencionaba al respecto: “Dicen (aludiendo a Crick y Orgel) que no parece que los obstáculos tecnológicos para hacerlo sean insuperables, y añaden que nosotros mismos podríamos estar pronto en condiciones de polucionar otros planetas de esa misma manera.”. Y añade a continuación: “Una objeción a la idea de que otras civilizaciones estén sembrando deliberadamente nuestro planeta de vida, o que lo hicieron en el pasado, es el hecho de que no hayamos podido captar señales de radio, que parecería habrían sido transmitidas por esas otras culturas. John Ball, de California, lo explica diciendo que nuestro sistema solar se ha reservado como una especie de zoo, en el que los visitantes avanzados pueden estudiar formas de vida tan primitivas como nosotros. Tal vez, la idea de haber sido puestos en cuarentena, más que la de parque zoológico, podría ser una explicación todavía mejor.”

¿Una sociedad tecnológica siembra la vida en otro planeta y estudia luego cómo ésta evoluciona?

¿Una idea extravagante? Probablemente habrá quienes que así lo crean. Sin embargo, bastará recordarles que hace poco más de veinte años una idea similar rondaba las cabezas de algunas personas de la NASA que hacían cuentas acerca de la cantidad de cohetes Saturno 5 que harían falta para llevar a cabo la terraformación de Marte, utilizando para ello plantas como por ejemplo los líquenes. Y suponían factible, como escribió Carl Sagan (Cosmos), lo siguiente: “Sabemos que hay por lo menos algunos microbios terrestres que pueden sobrevivir en Marte. Se necesita un programa de selección artificial y de ingeniería genética de las plantas oscuras – quizás líquenes – que puedan sobrevivir en el ambiente mucho más severo de Marte. Si pudiésemos criar tales plantas, podríamos imaginárnoslas sembradas en las grandes extensiones de los casquetes polares de Marte, echando raíces, creciendo, ennegreciendo los casquetes de hielo, absorbiendo la luz solar, calentando el hielo, y liberando a la vieja atmósfera marciana de su largo cautiverio.” Y culmina: “Incluso podemos imaginarnos una reencarnación del pionero norteamericano Johnny Appleseed marciano, robot o persona, que recorría los desiertos helados de los polos cumpliendo una tarea que beneficiaría solamente a las futuras generaciones de humanos.”

De manera que, a menos que la aparente extravagancia tenga algo que ver con ciertos prejuicios propios del pensamiento antropocentrista, no vemos aquí ninguna otra razón que apunte a eso. Del mismo modo que tampoco notamos una gran diferencia entre la posibilidad que analizamos ahora – planteada, por lo demás, por reconocidos integrantes de la comunidad científica - y la sugerida hace tiempo por la Hipótesis de los Antiguos Astronautas, según la cual la Tierra habría sido visitada en el remoto pasado por seres extraterrestres . Salvo, claro está, que por diferencia tengamos que entender una mayor o menor disponibilidad tecnológica, y por qué no económica, de tal o cual sociedad. Porque si de eso solo se trata, y de acuerdo a lo que nos ha enseñado hasta ahora la experiencia acerca de las “bondades” de la globalización, deberíamos suponer entonces que los marginados habitantes de buena parte de nuestro planeta no podrían concebir ni en sueños que proezas como la llegada del hombre a la Luna tuvieran el menor asidero en la realidad...

Algo así como: “si yo no puedo hacerlo, definitivamente no puede hacerse”. Lo cual, en cualquier caso, es un soberano disparate, mezcla de soberbia e imbecilidad...

 

EL AUTOR estudió abogacía en la Universidad de Buenos Aires (Argentina). Es periodista versado en ciencia y fue coordinador documental de la revista Cuarta Dimensión, jefe de redacción de otras publicaciones especializadas y actualmente es el editor de antiguosastronautas.com. Desde 1980 ha publicado gran número de artículos referidos a la hipótesis de las paleovisitas extraterrestres.

 
© César Reyes de Roa, 2004 – Derechos reservados.

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